EL ASESINATO DE DANIEL GONZÁLEZ
LINACERO EN 1936
La caza del maestro
El día 8 de agosto de 1936, un grupo de falangistas fue a buscar
a Daniel González Linacero a la casa de Arévalo en que pasaba las vacaciones
con su familia y lo asesinó. Su partida de defunción dice, con elocuente
simplicidad, que falleció “a consecuencia del Movimiento Nacional existente”.
Tenía treinta y tres años y dejaba esposa, que vive todavía, y tres hijas de
corta edad. La casa fue cerrada y saqueada.
¿Quién era ese enemigo del nuevo orden al que se consideraba tan
peligroso como para asesinarle? Daniel González Linacero había nacido en 1903
en Valdilecha (Madrid), de padres maestros. Estudió Magisterio en Ávila y
ejerció por primera vez en Montejo de Arévalo (Segovia), en 1925. Fue más tarde
a Madrid y, a la vez que trabajaba, obtuvo el título de licenciado en Historia.
Tras una etapa en la escuela normal de Teruel, fue destinado a la de Palencia
como director y desarrolló allí una importante actividad. Consiguió el traslado
de la Escuela a un local más apropiado y dirigió el cursillo para maestros de
1932. Participó además en diversas misiones pedagógicas y en actos de la
Federación de Trabajadores de la Enseñanza, que él mismo había contribuido a
crear en Palencia.
Su mayor crimen consistía, sin embargo, en haber escrito un
texto para la enseñanza de la historia en la escuela primaria que tuvo muy
buena acogida. Mi primer libro de historia, publicado en Palencia en 1933,
comenzaba con una introducción para los maestros en que atacaba los “libros
históricos amañados con profusión de fechas, sucesos, batallas y crímenes;
relatos de reinados vacíos de sentido histórico, todo bambolla y efectismo
espectacular”. Y pedía que no se olvidase “que la historia no la han hecho los
personajes, sino el pueblo, todo y principalmente el pueblo trabajador humilde
y sufrido, que, solidario y altruista, ha ido empujando la vida hacia
horizontes más nobles, más justos, más humanos”.
Este planteamiento inicial se traducía en las lecciones
destinadas a los niños en unos textos claros y sencillos sobre “historia de las
cosas”, que seguían “el orden evolutivo natural, de lo más sencillo a lo más
complicado”, para conseguir “la espontánea comparación entre lo actual y lo
anterior”. Las lecciones comenzaban con la vivienda y acababan en un capítulo
sobre “cooperación y solidaridad”, donde se sostenía que en la actualidad
“nadie vive para sí”, sino que todos dependemos del trabajo de los demás. No
había en el libro una sola alusión política, salvo una lamentación por los
millones de muertos en la Primera Guerra Mundial y un dibujo de una Casa del
Pueblo donde, se decía, “los trabajadores aprenden a practicar las dos grandes
virtudes sobre las que se asienta la vida: cooperación y solidaridad”.
No parece suficiente como para justificar un asesinato, que sólo
se explica por el hecho de que esta muerte formaba parte de una campaña
sistemática de persecución de la enseñanza y de la cultura por parte de los
sublevados de julio de 1936, como lo manifestaba un artículo publicado en
agosto del mismo año en la prensa de Sevilla en que se pedía el castigo de los
maestros, la escuela, la prensa y el libro.
Los maestros y los libros fueron los primeros en sufrir tal
castigo. La depuración de los maestros no sólo pretendía apartar de la
enseñanza a los que no compartían el ideario de los sublevados, sino reducir su
número para cerrar escuelas. José Pemartín, jefe del Servicio de Enseñanza
Superior y Media, decía en 1937 que “tal vez un 75 por ciento del personal
oficial enseñante ha traicionado -unos abiertamente, otros solapadamente, que
son los más peligrosos- a la causa nacional”. A lo que añadía: “Una depuración
inevitable va a disminuir considerablemente, sin duda, la cantidad de personas
de la enseñanza oficial”. Se clausuraron, por ello, 54 institutos públicos de
enseñanza secundaria creados por la República, que el nuevo régimen consideraba
innecesarios.
Antes de que se pusiera en marcha la depuración formal y
reglamentada del personal docente, hubo, sin embargo, una etapa previa de
asesinato de maestros, sin normas ni controles, que no se refleja en la
documentación conservada. No sabemos cuántas fueron sus víctimas, pero los datos
de las nueve provincias en que se ha investigado el tema dan un total de
alrededor de 250 maestros ejecutados o desaparecidos. Una cifra mínima a la que
habrá que agregar los de otras provincias, como la de Ávila, donde fue
asesinado Linacero.
Aclaremos un punto. Hubo muertes de maestros en los dos bandos.
Los republicanos mataron a maestros católicos, pero no por su oficio, sino por
motivos políticos personales. Su muerte no formaba parte del programa
republicano, sino que fue una triste y condenable consecuencia de la violencia
de la Guerra Civil. En el bando franquista, en cambio, la caza del maestro
formaba parte de un programa que incluía el cierre de centros escolares y la
destrucción de libros, que eran el otro medio de educación popular que convenía
combatir.
Sabemos el impulso que la República había dado a la creación de
bibliotecas públicas. Hasta entonces las únicas accesibles a los lectores
populares habían sido las de las Casas del Pueblo, centros republicanos,
cooperativas o ateneos obreros. Ahora se crearon bibliotecas municipales de 300
a 500 volúmenes y se dotó de libros a las escuelas. En plena Guerra Civil, una
octavilla de la Conselleria de Cultura de Valencia afirmaba que “la mejor
manera de hacer la revolución es hacer cultura” e incitaba a los jóvenes a que
pidieran “la instalación de una biblioteca popular en el pueblo”.
En el otro bando las cosas fueron muy distintas. Una de las
primeras medidas de los sublevados fue la de quemar libros de las bibliotecas
públicas. El ideal gallego de 19 de agosto de 1936 decía: “A orillas del mar,
para que el mar se lleve los restos de tanta podredumbre y de tanta miseria, la
Falange está quemando montones de libros y folletos”. Las quemas fueron
generales y sistemáticas, y contaron con apoyos intelectuales como el del
rector de la Universidad de Zaragoza, Gonzalo Calamita, que en el número 3 del
Boletín de Educación publicó un artículo con el título de “¡El peor
estupefaciente!” que contenía su aportación como científico a la campaña
depuradora: “El fuego purificador es la medida radical contra la materialidad
del libro”.
¿Qué justificación había para este holocausto bibliográfico?
¿Cuáles eran los libros que se quemaban o prohibían para evitar sus efectos
corruptores? Una ojeada a las listas de libros “prohibidos terminantemente” en
las escuelas de Segovia puede darnos idea de la naturaleza de esta persecución.
En la lista figura, para empezar, una gran parte de la literatura española
contemporánea: Unamuno, Valle-Inclán, Pérez Galdós (incluyendo expresamente los
Episodios nacionales), Valera, Baroja, Azorín, Palacio Valdés e incluso Concha
Espina, junto a nombres de otros siglos, como Rojas Zorrilla, Moreto, algunas
obras de Lope, las poesías de Espronceda, La Alpujarra de Alarcón o el Ideario
español de Ganivet.
En materia de literatura universal caen, entre otros muchos,
Eurípides, Edgar Allan Poe, Chateaubriand, Goethe, Shakespeare (por lo menos
“los tomos 2º y 8º de sus Obras completas”), junto a algunas novelas que debían
considerarse tan maléficas como para merecer una mención individualizada, tales
como Tartarín de Tarascón de Daudet o Quo Vadis? de Sienkiewicz. Caen también
todos los autores rusos imaginables, sin importar cuál fuera su filiación
ideológica, de acuerdo con una norma superior que mandaba eliminar “la mal
llamada literatura rusa”.
En las listas de Valladolid se repiten la mayor parte de estas
prohibiciones, a las que se añaden las de La Celestina o de las fábulas de La
Fontaine, mientras las Novelas ejemplares de Cervantes no llegan a prohibirse,
pero se indica que deben reservarse para lectores maduros y formados. En
Barcelona caen Pascal y las novelas de Emilio Salgari, que estaban, en cambio,
autorizadas en Valladolid.
En el campo de la historia se prohíben la Historia de España y
de la civilización española de Rafael Altamira (Vegas Latapie nos cuenta, por
otra parte, que un falangista se le ofreció para “dar el paseo” al autor de
esta obra maestra de nuestra historiografía) y, repetidamente, Mi primer libro
de historia de Linacero, perseguido con una saña especial.
El caso del libro de Linacero nos muestra cuáles eran los
valores de la enseñanza republicana que combatían a sangre y fuego los
franquistas, y nos permite advertir que lo que temían no era la subversión
revolucionaria, que no tiene nada que ver con las propuestas del maestro
asesinado, sino la razón, la tolerancia y el proyecto de construir
pacíficamente un mundo más justo, valiéndose, según sus propias palabras, de
“las dos grandes virtudes sobre las que se asienta la vida: cooperación y
solidaridad”. Nada puede resultar más revelador que el hecho de que al hombre
que escribía tales cosas no se contentasen con hacerle callar, quemando sus
libros, sino que creyesen que era necesario matarlo.
Vivimos en tiempos de revisionismo en que se pretende sostener
que en la contienda civil española ambos bandos fueron igualmente culpables y
que la sublevación militar de julio de 1936 fue una consecuencia inevitable de
los errores y abusos del régimen republicano. Pienso, por el contrario, que un
análisis de lo realizado por cada uno de los dos bandos muestra que les movían
razones muy distintas. Y que es imposible entender lo que significó la Segunda
República Española, y los motivos por los que la combatieron los sublevados de 1936,
si se pasan por alto diferencias tan fundamentales como ésta: la República
construyó escuelas, creó bibliotecas y formó maestros; el “régimen del 18 de
julio” se dedicó desde el primer momento a cerrar escuelas, quemar libros y
asesinar maestros.
Perdonar, todo.
Olvidar, nada.
JOSEP FONTANA
EL PAÍS – Opinión – 10-08-2006
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