lunes, 23 de octubre de 2023

COLONIA ESCOLAR LOS MOLINOS - CREVILLENTE (Alicante) (1)

COLONIAS ESCOLARES DURANTE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA

COLONIA ESCOLAR LOS MOLINOS - CREVILLENTE (Alicante) (1)

Este es el texto extraído de su libro, no traducido al español, “Of the margins of chaos: memories of relief work in and between three wars” (En los márgenes del caos: recuerdos de trabajo del socorro en y entre tres guerras).

LA COLONIA-GRANJA DE CREVILLENTE

La mejor solución parecía ser una colonia-granja donde los chicos pudieran aprender a cultivar verduras y oficios sencillos, como la colonia que establecimos para los niños huérfanos de Serbia.

Una vez que hubo germinado esta idea, el primer gran hallazgo fue Rubio, y el siguiente, el molino. Encontré a Rubio dirigiendo un campamento de chicos fuera de Valencia; parecía muy rubio para ser español. En realidad era alemán. Su sonrisa resultaba demasiado irónica para un alemán, pero había vivido doce años bajo los cielos de España y tenía sangre judía. Ingeniero de profesión, sus aficiones eran los chicos y la agricultura. Me dijo que le gustaría abrir una colonia-granja para refugiados si yo hallaba el edificio y el dinero para ello. Me presentó a Emilio, jefe de los Pioneros (una especie de Boy Scouts del Frente Popular) de Alicante.

Emilio tenía diecisiete años y era delgado, de ojos oscuros y nervudos. Me recordaba a algún ejemplar de la familia de los felinos, no más grande que una pantera: los españoles del sur son más bien bajos. Era un hermoso animal en todo caso, de movimientos rápidos y gráciles. Me dijo que entonces, como era inútil para la guerra, estaba consagrado a actividades en la retaguardia, despertando a la población civil. Estaba tan bien conformado y alerta que me sorprendió oírlo, pero me mostró un brazo, atravesado por la bala de una ametralladora en el frente de Córdoba.

–Al comienzo de la guerra cualquiera podía hacerse con un fusil y escaparse–dijo, disculpándose.

Emilio se puso a trabajar con energía. Envió telegramas a treinta ciudades y pueblos de la provincia de Alicante, preguntando si tenían algún edificio desocupado. Obtuvo algunas respuestas y comenzamos la caza de casas. Esto suponía cierto número de viajes increíbles, a menudo con el calor ardiente del mediodía español. Al final, Emilio me dijo triunfalmente que en Crevillente había algo que debíamos ver.

Moverse por España era difícil. Nos levantamos a las seis y esperamos durante una hora un tren que necesitó dos horas para recorrer cuarenta kilómetros. Parte del viaje transcurrió bordeando el mar, el mar límpido del sur, azul a lo lejos y de un verde translúcido cerca de la costa arenosa, donde las olas mínimas rompían con un suspiro. Cuando llegamos a Crevillente, dimos un largo paseo desde la estación y por la huerta, fecunda en tomates y pimientos maduros y naranjos en flor. La aldea parecía africana en la lejanía. Tenía casas de blancura pajiza, coronadas por la cúpula de una iglesia, y estaba bordeado de palmeras, detrás de las cuales se divisaba el contorno seco de las colinas sin árboles. El lugar que buscábamos era un molino en la sierra. [...]

Llegamos a la cumbre de una colina y tuvimos que descender por una garganta y cruzar lo que una vez fue un río para volver a trepar. Tan yermo y seco era que resultaba difícil imaginarse que pudiera existir allá arriba algo que pudiese convertirse en una colonia-granja. Justo mientras lo estaba pensando, llegó un sonido, el sonido más maravilloso que puede oírse en el sur de España, el sonido del agua, y allí, junto a nosotros, por canales admirablemente hormigonados, circulaba un arroyo de aguas claras y rápidas. Y de repente dimos con el molino. Había imaginado que sería como los de Don Quijote, con grandes aspas girando perezosamente con el viento, pero éste era muy distinto. Había manantiales en la montaña del fondo, y veinte años atrás hubo una azuda para moler harina. Había tres edificios. El mejor fue el primero al que llegamos: una casa con ocho habitaciones espaciosas y una terraza que daba a llanura de Alicante, en dirección al lejano mar. En la llanura había lagos de sal, que, al recibir la luz del cielo, volvían el panorama más dilatado y luminoso. Más allá, las montañas del sur y oeste limitaban el horizonte con una silueta seca, si bien en la terraza daba el sol desde que salía por el Mediterráneo hasta que se ponía allende las colinas púrpuras de Murcia.

En el siguiente edificio vivían dos campesinos; los bancales cuidadosamente sembrados, en los que crecían alfalfa, tomates y unos pocos granados y almendros, mostraban donde habían estado laborando. Pero había muchos bancales todavía sin cultivar con alguna palmera o algarrobo solitarios, y allí era donde nuestros chicos podrían participar.

Después de encontrar el molino, todo cuanto quería era a Rubio, y pronto lo tuve allí, trepando por todas partes, explorando y haciendo planes. No había luz en el lugar ni disponía de agua ni drenaje alguno, pero él dijo que podría instalarlo todo. Y cumplió su palabra. Menudo tour de force; quien no conociera España en tiempo de guerra no puede hacerse una idea. La corriente eléctrica tenía que traerse desde el otro lado de la garganta a un kilómetro y transformarla de alta a baja tensión. En un país donde todo escaseaba, fue necesaria toda la tenacidad de un alemán para conseguirlo. Es verdad que los españoles eran amables –una autoridad nos proporcionó diez postes de telégrafo volados y alguien más, alambre de cobre–, pero incluso cuando hubo luz, quedaban por instalar todas las tuberías, los lavabos y las bañeras, así como contratar y dirigir a los fontaneros, carpinteros y albañiles, y todo tenía que subirse en carro de mulas desde el pueblo. cualquier otro habría desistido, pero Rubio, vestido con su mono azul, trabajaba con ligereza de sol a sol, esbozando una sonrisa irónica cuando alguien le decía que nunca lo conseguiría.

Mi tarea consistía en amueblarlo, y a ello me ayudó mucha gente amable. Una misión suiza trajo camas de un hogar infantil abandonado en Madrid, un viaje de cuatrocientos ochenta kilómetros; los Amigos Americanos llegaron traqueteando en su camión desde Barcelona con cubos, ollas, sartenes, que ya no podían conseguirse en el sur; el carpintero hizo mesas, y yo compré sillas y cretonas de Alicante, así como la bonita loza pintada a mano que todavía se encontraba en los puestos del mercado. [...]

Francesca M. Wilson, In the Margins of Chaos.

Recollections of Relief Work in and between Three Wars